

- 50 gramos de granos de maíz para palomitas
- 1 cdta. sal
- 1 cdta. aceite (opcional)
- 1 bolsa de papel



Foodie, diseñadora gráfica, cuentacuentos y aficionada a la fotografía es un resumen de lo que encontrarás aquí, un circo lleno de recetas, historias y espectáculo. Señoras y señores, mesdames et messieurs, ladies and gentlemen, bienvenidos a Circus day, espero que te guste el show.
Hi, I'm Caty and I lead this circus.
Foodie, graphic designer, storyteller and photography amateur is a summary of what you will find here, a circus full of recipes, stories and spectacle. Señoras y señores, mesdames et messieurs, ladies and gentlemen, welcome to Circus day, I hope you like the show.
Viajar es lo que más me gusta, y aunque lo haga poco, me siento feliz cada vez que ocurre. Girar el globo terráqueo y pararlo con la punta del dedo para ver dónde cae me llena de ilusión. Luego, investigar sobre el lugar: transporte, comida, dónde alojarme, qué visitar, leer opiniones de otros viajeros, aventureros que ya han vivido esa experiencia.
Si el viaje es largo, también planifico qué hacer durante el vuelo: qué leer, qué ver, dónde sentarme para estar cómoda… ya sabes. Pero lo que más me gusta es imaginar todo lo que voy a vivir, cómo me sentiré, las fotos que tomaré. Casi parezco una niña pequeña que acaba de recibir su juguete soñado.
Subir en globo, comer canelones, bailar al son de una banda callejera, tomar un cóctel, conocer a alguien… sí, conocer a alguien también está en mis planes. Quizás enamorarme, no sé, vivir la experiencia a tope. Sonreír a lo desconocido siempre me provoca cosquillitas en el estómago, dejar volar la imaginación y contarme una historia que solo yo puedo inventar. Y con un final colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Ella vivía a un par de casas de la suya. En una pequeña casa de color blanco, con persianas verdes y un pequeño jardín interior, grandes ventanas dejaban entrar toda la luz del día. Él le decía que, por la mañana, cuando hacía café, el aroma se percibía desde su casa, y eso le hacía sonreír, porque sabía que ella ya se había levantado. ¿Y ella? Ella se emocionaba cuando se lo contaba; su cara se teñía de rosa y bajaba ligeramente los párpados, un poco avergonzada. ¿Y él? A él le parecía lo más maravilloso del mundo; aún tenía un poco de galán, a pesar de que la enfermedad se alojara en una parte de su cuerpo.
Al mediodía, cuando él sabía que la cocina de ella estaría en funcionamiento, se la imaginaba con el delantal puesto, boleando albóndigas y cantando una antigua canción con su voz ronca por la emoción. Imaginaba estar sentado en la mesa de la cocina, escuchándola y mirándola con amor, como siempre hacía cuando la veía pasar delante de su casa para ir al mercado. Imaginaba ayudándola a hacer las albóndigas de pan que tan bien sabían, imaginaba estar junto a ella. Y aunque solo fuera por imaginar, la sentía cerca, a un par de casas de la suya.
Queda poco para que llegue el día. Tengo su regalo envuelto en colores, guardado dentro de mi mesita de noche. Metí toda mi ilusión de niña traviesa dentro, para que cuando lo abra se impregne de ella, y vuelva a cogerme entre sus brazos, me eleve hacia el cielo y vuelva a sonreír como cuando se acordaba, cuando me recordaba, como cuando no tenía que decirle nada, cuando con solo mirarnos sentíamos el revolotear de mariposas en su estómago y en el mío.
No creáis que estoy divagando ni penséis que todo esto es absurdo. Me lo prometió, me dijo que el amor, aun cuando se pierde en el pensamiento, deja marca en el corazón. Y si al verme sus ojos brillan, es la señal para darme por enterada de que todavía habito dentro de él, para darme paso a sentirlo, abrazarlo y decirle lo mucho que le quiero.
La barcaza avanzaba lenta por el río, cortando el reflejo de las linternas como si navegara sobre fuego líquido. Era el Festival del Dragón en el pueblo de Qingshui, y las orillas vibraban con tambores, risas y el aroma envolvente de los zongzi, esos triángulos de arroz glutinoso envueltos en hojas de bambú. Meilin, de pie junto a su abuela en la barcaza, sostenía una taza de té que apenas podía beber por los nervios. Era su primer festival desde que cumplió dieciocho… y la primera vez que sentía los latidos de su otra herencia.
—Esta noche puede despertar en ti —le dijo la abuela con su voz de pétalo arrugado—. Lo de los cambiaformas no es leyenda. Es memoria. Sangre antigua.
Meilin quiso reír, pero algo en la mirada de su abuela, fija en el río oscuro, la detuvo. Mientras la procesión seguía, con dragones de papel danzando en la orilla y fuegos artificiales como flores salvajes en el cielo, sintió un calor subir por su espalda. No era el té. No era el verano. Era algo más. Algo que olía a bosque mojado y a luna llena. La abuela la miró con ternura y puso un zongzi caliente en su mano.
—Come, niña. La forma necesita ancla.
Al primer bocado, Meilin cerró los ojos. Y allí estaba: una pasión salvaje por correr, por saltar entre ramas, por cazar el viento. Se vio a sí misma con garras, con ojos dorados, con un lomo que brillaba bajo la luna como si fuera parte del río. Gritó, pero nadie la oyó. O tal vez sí. Porque cuando abrió los ojos, su abuela le sonreía y a su lado había una gran grulla blanca, serena, majestuosa.
—No temas, Meilin. Esta también soy yo.
La barcaza flotaba ahora en silencio, como si el mundo se hubiera detenido para que el linaje olvidado despertara. Esa noche, bajo el rugido de los dragones de papel, Meilin aprendió a volar sin alas y a volver sin miedo. Aprendió que la pasión no es solo amor, sino fuego que arde desde dentro. Y que el té compartido con una abuela sabia puede ser más poderoso que cualquier hechizo.
Por la mañana, la barcaza regresó vacía. Pero en la orilla del río, sobre una roca, alguien había dejado un zongzi aún tibio, envuelto con cuidado. Como promesa. Como señal.
En el quinto día del mes lunar se celebra el Festival del Bote del Dragón. El zongzi, o pastel de arroz glutinoso envuelto en hojas de caña, es el alimento conmemorativo por excelencia. Esta costumbre es común en toda China y cuenta con más de 2000 años de historia.
Por tradición, la gente coloca retratos de Zhong Kui y cuelga hojas de artemisa en las puertas y paredes de sus casas. Los adultos disfrutan del vino amarillo, mientras los niños juegan con "bolsas de fragancia", que actúan como amuletos de protección.
El zongzi existe tanto en el norte como en el sur de China, aunque con diferentes sabores y formas. En el norte, suelen rellenarlo con azufaifas, pasta de judías azucarada, frutas en conserva y otros dulces, cubiertos con una gruesa capa de arroz glutinoso y envueltos en hojas de caña en forma triangular. En el sur, también hay zongzi cuadrados y planos, con rellenos más abundantes que incluyen huevos y carnes.
Aunque esta es una receta cetogénica y no era mi intención hacerla así, porque me encanta el arroz, por un tiempo no puedo comerlo. Cuando visité el supermercado chino y vi las hojas de bambú para hacer zongzi me emocioné, pensando en todas las maneras de rellenarlos. No consideré que no podía usar arroz, ni siquiera el glutinoso que lleva normalmente esta preparación. Aun así, las compré y las llevé a casa.
Cuando recordé que no podía hacer el relleno con arroz me decepcioné, sí, un rato. Luego recordé que suelo sustituir el arroz por coliflor, y hasta ahora me había gustado, así que ¿por qué no probarlo con esta receta? ¿Verdad?
Para que la coliflor quede con una textura “glutinosa” parecida al arroz, le añadí psyllium durante la cocción, lo que la volvió más pegajosa. Me gustó el resultado, aunque no queda tan pegajoso como con arroz.
Mi relleno es un poco particular, usando cerdo, champiñones y manzana, nada que ver con el tradicional. Aunque parezca laborioso o difícil, es una receta fácil. Lee la receta antes para no confundirte con los pasos. No olvides que si las hojas son secas deben estar en remojo toda la noche para ganar elasticidad. Los cordeles solo hay que remojarlos en el momento de preparar los paquetitos.
Por supuesto, sobra decir que mi destreza haciendo los paquetitos es de novata total, pero por ser mi primera vez estoy satisfecha.
Siempre que llegaba al final de un año no lo sentía así. Sí, se decía, de acuerdo, es lo que piensa la mayoría, pero en realidad, pensaba ella, mi año se acaba un día antes de mi cumpleaños. El año que termina para todos no es especial, ni el primer día del año es diferente, sino una continuación de lo mismo.
En cambio, el mío comienza con un beso de mi familia, un
—¡Levántate que hoy es tu día!—, un desayuno especial con tortitas, una fiesta con mi tribu, soplando velas, cantando “Feliz cumpleaños” y regalándome sonrisas todo el día, hasta que me vuelvo a la cama y guardo como un tesoro ese día, con fotos, con dibujos, con recuerdos que, aunque pasen los días, siempre me hacen sonreír.
Ese, ese es mi principio de año, el que no lleva etiquetas, ni propósitos de dietas ni la promesa de que el año que viene será mejor, el que celebro con más amor.
Y para ti, ¿cuándo empieza tu año?
Un cuento muy, pero que muy particular...
Una vez encontré una lámpara, y yo pensé: "¡Maravillosa!", así que froté y froté, y aparte de sacarle brillo, nada más de ella saqué.
“Le preguntaré al espejito”, pensé, y entonces hasta él me trasladé.
—Espejito, espejito, dime tú: ¿por qué de la lámpara nada salió?
Y por más cara de súplica que puse, ni el espejito me sonrió.
Pataditas sobre la alfombra di, pero ni un centímetro moverla conseguí.
—¡Aargh! ¿Qué debo hacer para que nadie me ignore? ¿Quizás correr detrás de los cuarenta ladrones?
Mejor iré al palacio, me vestiré de princesa y haré una fiesta. Invitaré al sultán para que no trame ningún plan, y le contaré un cuento (porque si no lo hago, ¡reviento!).
O mejor: le cocinaré pollo y no tendré que soltarle el rollo.
Lo haré con pistachos, que les gustan mucho a estos ricachos.
También llevará yogur —muy apropiado y con mucho glamour—,
para terminar descansando… y desaparecer volando.
La noche que me sucedió, había comido empanada hasta empacharme. Por estar de vacaciones, me daban permiso para leer antes de dormir, y elegí un libro de tapas muy bonitas que había en la biblioteca, uno que no había visto antes y que llevaba por título Soñar está permitido. Pensé que sería un libro de autoayuda, de esos que gustan a los mayores, pero era tan bonito que ni me lo pensé.
¡Oh, sorpresa! Cuando abrí el libro, de repente salió un bello ratoncito con tirantes por la habitación. No cabía en mí de asombro, pues detrás de él apareció una nave espacial, una casita blanca y una muñeca vestida de azul y amarillo con un espejito. Tenía la boca abierta y más se me abrió cuando, de repente, un señor con monóculo me preguntó:
—¿Has visto mi sombrero de copa? No lo encuentro por ninguna parte —dijo.
Antes de que pudiera contestarle que lo llevaba puesto encima de su cabeza, el señor desapareció dentro del libro y apareció una niña con un tarro de mermelada, mientras se escuchaba muy bajito la canción We Are the Champions. Yo estaba tan, pero tan confundida, que cerré el libro de golpe y lo solté encima de la cama, salté de ella y corrí hacia la puerta, asustada.
Mis padres seguían en el salón viendo la televisión y hablando bajito sobre no sé qué cosa del efecto Mandela. Entré casi chillando y les conté lo que había visto y en qué libro. Ellos se miraron de soslayo, tranquilizándome y diciéndome que mañana todo eso serían solo recuerdos que no habían sucedido. Me llevaron de nuevo a la cama.
En ella ya no vi el libro que había soltado precipitadamente ni ninguno de los personajes que había visto, así que creí que la cena me había sentado un poco mal y que todo era fruto de mi imaginación. Si alguien me dice que con los libros no se viaja, es que no ha leído con la barriga llena.
Sirve caliente, cuando el queso esté completamente fundido.
En un ático de techos bajos, en algún rincón de Austria, vivían dos hermanos: Lena y Theo. Habían heredado el lugar de una tía excéntrica que coleccionaba sombreros y, según la leyenda familiar, hablaba con los cuervos. El apartamento olía a madera antigua, a vainilla y a algo más que no lograban identificar… hasta que encontraron el viejo libro.
El libro estaba escondido tras una tabla suelta del armario del desván. Era grueso, de tapas de cuero cuarteado y sin título. Al abrirlo, las páginas crujieron como si respiraran después de años de silencio. Estaba lleno de símbolos, notas en los márgenes y mapas que no reconocían. Cada página parecía un enigma esperando ser resuelto.
Mientras se sumergían en esa maraña de acertijos, su dálmata —llamado Mozart, por razones que nadie recordaba— ladraba cada vez que los vecinos del piso inferior salían. Eran raros: una pareja de gemelos idénticos, siempre vestidos igual, que hablaban en susurros y coleccionaban muñecas antiguas. Un día, Mozart regresó con una de esas muñecas en la boca. Nadie supo cómo había llegado a su terraza.
Lena, más valiente, decía que el libro era una especie de guía. Theo pensaba que estaban volviéndose locos, hasta que una de las pistas los llevó a una antigua pastelería en las afueras del pueblo. Allí, entre harina y azúcar glas, encontraron al viejo panadero que, sin decir palabra, les sirvió un Kaiserschmarrn caliente. En el plato, dibujado con mermelada de arándanos, había el mismo símbolo que habían visto en el libro.
—Aquí empieza el verdadero enigma —dijo el panadero, señalando el plato como si fuera un mapa.
Desde entonces, el ático ya no les pareció solo un techo sobre sus cabezas, sino la entrada a algo mucho más grande. Mozart ladraba cada vez que algo importante estaba por suceder. Los vecinos seguían siendo raros. Y el libro… el libro parecía cambiar solo, como si escribiera su propia historia al ritmo de sus descubrimientos.
Se trata de una densa tortita "imperial", rota en la sartén y espolvoreada con azúcar glas. Se come bien caliente y en la misma sartén, para compartir. También se suele acompañar con compota de fruta, pasas al ron y almendras laminadas, y se consume tanto como postre o como almuerzo.
Nota: Esta es una receta sin gluten, pero si quieres hacerla con harina de trigo, puedes hacerlo sin problema usando 60 gramos de harina y eliminando el psyllium de la receta sin gluten.
¡Quién nos entienda, que nos compre! Eso es lo que piensa o dice la mayoría de la gente que tiene a un blogger cocinero a su alrededor. ¿Cómo es posible que fotografiemos la comida? ¿Que la comamos incluso fría? ¿Que nos subamos a sillas, taburetes, encimeras o cualquier cosa elevada para fotografiar qué? ¿La comida que vamos a “colgar” en el blog, para que se vea bonita? Pero si luego se va a comer y en un plis ya no queda nada.
Nosotros nos reímos y seguimos como si nada. Miramos desde qué ángulo nos quedará mejor, fotografiamos la comida que hemos preparado como si fuera un modelo. Compramos utensilios por unidad para decorar: así tenemos dos tazas de aquel modelo, una cuchara de otro, servilletas y manteles a mil, trozos de madera decorada, cartulinas... Hablamos de que hoy no había mucha luz, de cómo nos gustan esos tonos, de qué linda composición hemos conseguido... Usamos una réflex que vale un “pastón” como los profesionales, filtros, zooms, trípode... Casi usamos tantos “cacharros” como los que empleamos para preparar el plato que vamos a “colgar” en el blog.
Sí, somos así. Mi proceso empieza en el momento en que busco qué cocinar para el blog. Encontrar la receta que me guste ya es todo un reto: comprar los ingredientes, organizarme para el día que voy a cocinarla, cocinarla, fotografiarla, arreglarla un poco con Photoshop (importante, ya que mi cámara ahora mismo todavía es una compacta) y subirla. Durante todo ese tiempo estoy en “modo blog”. Y me da igual si no me entienden, si tengo que volver a calentar la comida porque se enfrió durante la sesión de fotos, si tengo que subirme al “andamio”, si la comida se acaba en un abrir y cerrar de ojos… Que, como dice la frase tan popular en España, ¡que me quiten lo bailao!
Esta entrada va para cada una de las personas que estáis detrás de un blog, que hacéis todo lo explicado antes… y mucho más.
Hojaldrados, mantecosos y con la cantidad justa de dulzura, los croffles se han convertido en uno de los alimentos más populares del momento. Con un interior suave y masticable y un exterior crujiente, los croffles son un híbrido entre croissants y waffles. Se pueden disfrutar tanto en el desayuno como en un tentempié dulce a lo largo del día.
Solo necesitas un ingrediente y una gofrera para hacer croffles en casa. Sírvelos solos o con tus toppings favoritos. Este delicioso plato fue inventado por la pastelera irlandesa Louise Lennox y se ha vuelto muy popular y fotografiado en todo el mundo.
Se preparan cocinando masa de croissant en una plancha para gofres hasta que se doren maravillosamente.
Septiembre, mes de vino, de vendimia y de fiesta, como no podía ser de otra manera. Por la mañana, cuando el sol aún no ha aparecido con su luz, pero sí con claridad, todos vamos desperezándonos y bostezando hasta llegar a los viñedos. El desayuno se sirve muy temprano, casi dormidos, con poca charla y mucho dolor de huesos, esos de los días llenos de nervios, pendientes de saber qué buena uva tenemos. La recogida no es fácil cuando se hace mano a mano, como antes de que las máquinas se encargaran de la recolección.
Cuando los primeros rayos de sol asoman sobre nosotros, ya estamos bien despiertos y a toda faena para terminar antes del mediodía. Sonreímos, pues es el último día de recogida y después todo será fiesta y jolgorio, vino y risas. Es tradición, cuando termina la vendimia, vestirnos bonitos y hacer una gran fiesta. Septiembre es nuestro mes, mes del vino y la alegría, pues todo indica que este año será una buena cosecha. Y al final, quien brinde con nuestro vino notará sus notas perfectas para acompañar una buena lasaña. ¿De carne, de pescado, de verduras? ¡Qué más da! Si es en buena compañía, ¿no crees?
Había viajado a tantos lugares como años tenía, por trabajo, por placer, por familia, y siempre volvía al mismo lugar: su casa, o lo que ella consideraba su hogar. Tantas veces le había atraído quedarse en otro diferente, pero cuando se paraba a pensar, su hogar solo era aquí, y eso la hacía volver.
¿Podía decir que ya nada le asombraba? ¡Mmm, no! Todavía tenía curiosidad, todavía se sentía sorprendida cuando algo le llegaba al corazón. Como aquella vez, en la India, cuando una chica, casi una niña, servía en un pequeño restaurante familiar y le aconsejó que probara un curry de sandía, que según ella era famoso por la zona, aunque no viera demasiada gente allí sentada para tomarlo. Y sí, sabía bien: era especiado y sencillo, como debía ser. Ese día fue toda una sorpresa, no solo por descubrir el curry de sandía, sino también por la belleza del lugar y de la chica.
Y cuando llegaba a casa, intentaba acordarse de todos los detalles del viaje: los aromas, la gente, la cultura y también los sabores. Intentaba reproducirlos en un librito de viaje que, curiosamente, nunca llevaba consigo cuando viajaba. Le producía más placer volver a viajar en sus recuerdos una vez en casa. Allí escribía todo cuanto había vivido, hacía pequeños dibujos cuando no conseguía definirlo con palabras, anotaba horarios de vuelos, nombres de barcos o enganchaba fotos o entradas de cualquier cosa: teatro, museos, metro...
Después de haber sacado todo de la mente, guardaba el librito en su estantería de los viajes, segura de que, si algún día alguien la heredaba, viviría como una gran aventura la historia de alguien que, aunque viajara mucho, siempre volvía a su hogar.