En un pueblo donde las chimeneas escupen más confeti que humo y los semáforos hacen sonidos de trompeta cuando cambian de color, vivía la señora Brígida, que juraba ser prima lejana de Mary Poppins, aunque nadie supiera de qué lado de la familia. Una mañana helada pero con sol optimista, la señora Brígida salió a pasear sobre su cama voladora, vestida con su sombrero de flores, un paraguas con luz LED y un abrigo que parecía robado a un sofá del siglo XIX. Desde arriba, saludaba a todos como si fuera la reina de una feria de pueblo.
—¡Buenos días! ¡No olviden hidratar sus cactus interiores!
Debajo, en la pista de hielo del parque, un grupo de niños jugaba a lanzar dados de colores que, por alguna razón, decidían la coreografía de patinaje. Un cuatro rojo implicaba triple giro, un seis azul exigía cantar ópera mientras girabas. Caídas y carcajadas por igual. En el quiosco de la esquina, se vendían Kürtöskalács, esos dulces húngaros en espiral que olían a gloria celestial con canela. Nadie sabía por qué, pero en ese pueblo, el Kürtöskalács tenía fama de levantar el ánimo y, a veces, levitar. Ese día, uno se escapó. Literalmente. Salió volando de las manos de una turista alemana y empezó a girar sobre sí mismo como un donut poseído, lanzando chispas de azúcar glas. Fue entonces cuando apareció el escuadrón de vigilancia aérea: los pájaros parlanchines del campanario, liderados por un mirlo llamado Kevin, que había aprendido a decir “¡Alarma gastronómica!” con acento argentino.
—¡Se nos escapa el postreee! —gritó Kevin, mientras organizaba una persecución aérea más caótica que eficaz.
La señora Brígida, viendo el dulce fugitivo, decidió intervenir: giró su cama voladora con elegancia digna de ballet acrobático, bajó en picado, y atrapó el Kürtöskalács justo antes de que se metiera en la flauta de una banda municipal que ensayaba en la plaza. Aterrizó con aplausos y un modesto “de nada, queridos”, mientras los pájaros le dedicaban un trino en do sostenido y un pajarito le dejaba una pluma de regalo (o amenaza, nunca quedó claro).
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó un niño con un dado verde en la mano.
—¡Lo obvio! —dijo Brígida—. ¡Partimos el Kürtöskalács, tiramos los dados, y celebramos esta historia como se debe: sobre hielo, con azúcar, y sin sentido!
Nos vamos a ir a la comida callejera de Hungría, a sus dulces originarios de Transilvania y que se hicieron tan populares que se extendieron a los mercados, su nombre que significa pastelillo de chimenea viene dado porque el humo atravesaba los pastelillos y salía por arriba, igual que una chimenea. El otro nombre conocido es el de Kürtöskalács, seguro que cuando paseáis por ferias o mercados se pueden ver puestecitos en los que se elaboran estos pasteles, con unos palitos de madera y cocidos a la brasa, rebozados de azúcar, canela, cacao, semillas de amapola o frutos secos.
Y esta es mi aportación al juego que nuestra querida Juana nos propone para el concurso comida callejera del mundo. Nunca he estado en Hungría, pero desde hace mucho tiempo me sentí atraída por esta elaboración aunque yo no tengo los artilugios para hacerlo igual que ellos, si tengo otra forma y resulta que salen muy bien.
· KÜRTÖSKALÁCS ·
- 375 gr. de harina
- 15 gr. de levadura fresca
- 2 cdas. azúcar
- 1 pizca de sal
- 3 cdas. AOVE
- 1 huevo grande
- 130 ml. leche tibia
Mezclamos en un cuenco la leche tibia, el azúcar y la levadura, removemos hasta su disolución. En otro cuenco de la amasadora mezclamos la harina, la sal, el aceite, y el huevo. Por último mezclamos la leche con los otros componentes disueltos. Amasamos unos minutos hasta que la masa se haya integrado bien y no se pegue. Formamos una bola y la dejamos reposar hasta que doble el volumen.
Cuando tengamos la masa crecida estiramos la masa con un rodillo y con un cortador de pizza separamos una cinta larga, ¿cómo? empezamos por el exterior del círculo que habremos formado cuando hayamos estirado la masa hasta el centro.
Precalentamos el horno a 200º C, sólo la placa de abajo y el ventilador, no hace falta la parte de arriba del horno. Formamos con papel de aluminio, un palo tan grueso o parecido al rodillo de madera, lo engrasamos igual con aceite y empezando por un extremo vamos envolviendo la masa alrededor del palo, pintamos la masa con aceite y después la hacemos rodar sobre azúcar para que se impregne bien, ponemos el palo de aluminio con la masa en vertical sobre la placa de horno y entre 5 - 10 minutos. ¡Listo!
Una vez que el pastelito está cocinado pero aún caliente, lo pasamos rodando sobre el sabor que más nos guste: cacao, canela, vainilla, semillas de amapola, frutos secos picados...

Relato y fotografías/Short story and pics @catypol - Circus day.