La última noche en la casa fue más suave de lo que Antonio esperaba. El cielo estaba claro, el aire olía a tierra húmeda y al romero del pequeño huerto, y Paloma cocinaba tumbet en la cocina como si nada fuera a cambiar.
—Lo he hecho como le gustaba a tu madre —dijo, sin mirarlo.
Antonio asintió en silencio. No se atrevía a decir que aquella sería la última vez que comerían allí, en la vieja casa familiar con su jardín lleno de árboles frutales, donde había pasado todos los veranos de su infancia. La venta se firmaba al día siguiente. Una familia alemana convertiría la finca en un “retiro consciente”, lo que fuera que eso significase.
Comieron fuera, en la mesa de madera bajo el albaricoquero, mientras los grillos cantaban y la radio rota del porche escupía un leve zumbido, incapaz de morir del todo. Paloma sirvió el vino sin apuro. Antonio comió despacio, como si cada bocado pudiera atrapar algo del pasado.
—¿Te acuerdas cuando nos escondíamos en el granado para que no nos encontraran a la hora de la siesta? —preguntó ella, con una sonrisa triste.
Antonio asintió. Pero lo que recordaba no era solo eso, sino la forma en que ella reía, la forma en que el sol le pintaba mechones dorados en el pelo, y aquella vez, con quince años, en que le dijo que se iba a casar con ella. Y ella dijo que no, riendo, con esa seguridad cruel que tienen algunas chicas cuando aún creen que el mundo se puede controlar.
—¿Y tú te acuerdas del tocadiscos de tu madre? —dijo entonces Antonio, cambiando el rumbo del recuerdo—. Siempre ponía a Mari Trini cuando cocinaba tumbet.
—Mentira —dijo Paloma—. Ponía a Serrat. Tú estás inventando ya.
Rieron. La noche se volvió más densa. La despedida flotaba en el aire como un insecto que no se deja espantar. Cuando terminaron de recoger, Antonio miró la casa una última vez. Tocó el marco de la puerta, el que aún tenía una muesca con su altura a los doce años. Luego fue al porche, se agachó, y desenchufó la radio rota.
—¿Para qué haces eso? Si ya no funciona.
—Porque si la dejo enchufada, va a seguir intentándolo.
Paloma no respondió. Solo se acercó, le dio un beso en la mejilla —uno lento, cálido, más largo que todos los anteriores— y se marchó sin mirar atrás. La casa quedó en silencio. Y el jardín, como siempre, siguió creciendo.




- 16 masa para empanadillas
- 1 berenjena pequeña
- 1 calabacín pequeño
- 1 patata mediana
- 1 pimiento verde pequeño
- 1/2 pimiento rojo
- 5 o 6 tomates de "ramellet" en su defecto tomates pera
- Aceite de oliva virgen extra
- Sal y pimienta para condimentar
- Un poquito de azúcar para la salsa de tomate
- 1 hoja de laurel para la salsa
- 2 ajos cortados en láminas
- Haz la salsa de tomate rallando los tomates.
- Pon un poquito de aceite de oliva virgen extra en una sartén.
- Añade el tomate rallado.
- Salpimienta.
- Añádele la hoja de laurel y deja cocinar.
- Prueba la salsa.
- Añádele una pizca de azúcar si es muy ácida.
- Remueve y termina de cocinar.
- Pásala por el chino para eliminar cualquier semilla.
- Reserva
- Pela la patata y córtala a rodajas finas.
- Limpia y corta la berenjena a rodajas.
- Sala las rodajas de berenjena y déjalas dentro de un colador para que suden y se vaya el amargor.
- El calabacín también córtalo en rodajas.
- Limpia y cortar a cuadraditos los pimientos.
- Limpia las berenjenas en agua para que se vaya el exceso de sal.
- Sécalas.
- Fríe toda la verdura, incluido el ajo, por separado.
- Salar y déjala escurrir sobre un papel absorbente.
- Reserva.
- Pon 2 capas de masa de empanadillas sobre flaneras.
- Hornea a 180º C durante 10 minutos o hasta que se doren.
- Saca y deja templar.
Montaje:
- Pon un poquito de salsa en la base de la cestita.
- Una capa de patata frita.
- Una capa de berenjena.
- Una capa de calabacín.
- Una cucharada de pimientos fritos-
- Termina con una cucharada de salsa de tomate frito.
