El barco había zarpado rumbo a las Indias Orientales. A bordo, un puñado de marineros curtidos por el sol y el mar, y unos cuantos monjes que viajaban en misión. Llevaban consigo, además de su palabra, algunos productos que no sabían si encontrarían allí. El capitán les había advertido que no resistirían tanto tiempo en la bodega en buen estado, pero el superior les había ordenado llevarlos, y ellos acataron lo que el buen señor decía.
A quienes no les sentaba bien la travesía se les advertía: cuando el mar se embravecía, mejor no subir a cubierta. El riesgo de que una gran ola los arrastrase era real, y los marineros no estaban para cuidar de nadie. Bastante tenían con proteger su propio pellejo. Ya era suficiente que hubiesen aceptado aquel viaje para saldar favores pendientes; no les entusiasmaba la idea de cruzar medio mundo para perderse en sus mares.
Los monjes aguantaron como campeones. Hablaban poco, comían menos y no se marearon, ni siquiera con las grandes olas de mar abierto. Pero se acercaba una tempestad, una de las grandes. Esperaban resistir así hasta llegar a puerto. Sin embargo, el puerto no llegó. Los vientos y el agua zarandearon el barco como si fuera de juguete, hasta que acabó estrellándose contra la costa.
¿Dónde estaban? ¿Habían llegado a su destino? ¿Estarían todos vivos?
Cuando la tormenta pasó, se hizo recuento. Pocos marineros habían sobrevivido; en cambio, todos los monjes estaban vivos. La mercancía había desaparecido junto con gran parte del barco, por lo que no quedaba nada con lo que curar ni alimentar a los que allí estaban.
Supongo que la curiosidad hizo salir a los lugareños de su escondite. Al principio los observaron de lejos, con cautela. Luego, acercándose temerosamente, los rodearon y les hablaron en una lengua extraña, con un tono que parecía enfadado por su presencia. Con el tiempo, entendieron que lo ocurrido no había sido culpa suya. Los ayudaron con las heridas, con el hambre.
No les ofrecieron ningún pastel de bienvenida, pero lo que comieron les supo a gloria. Fuera lo que fuera, no estaban en casa… pero estaban agradecidos.


Ya he dicho en otras ocasiones que me gusta la comida asiática, especialmente la japonesa. Bueno, en realidad, de Japón hay muchas cosas que me encantan.
(Tengo un haori de seda japonés que creo que es la prenda que más me gusta de mi armario... y también la que menos veces me he puesto). Su ropa tradicional me parece preciosa, me fascinan los mil y un cacharritos que tienen para decorar la comida, pero reconozco que, entre tanta delicadeza —en sus jardines, su cocina o sus rituales— y todo tan pequeñito y minimalista... el sumo me descoloca.
La historia de este bizcocho cuenta que su origen es portugués, y que fueron los portugueses quienes lo introdujeron en Japón a través de Nagasaki en el siglo XVI. También se le llama Castella o “pan de Castilla”. Es un bizcocho sencillo, elaborado con huevo, azúcar, harina y miel. Como ocurre a menudo, hoy en día existen muchas versiones: con chocolate, con té matcha…
Desde su introducción, la kasutera pasó de ser un dulce nanban —es decir, un postre extranjero— a considerarse un wagashi, un dulce tradicional japonés. Se le otorgó esa categoría por las técnicas utilizadas al batir los huevos y, sobre todo, por la incorporación de mizuame, un jarabe de almidón local que le aporta esa textura húmeda y ligeramente masticable. En nuestra versión occidental, solemos sustituirlo por miel.
Es curioso cómo un bizcocho de origen europeo regresa a nosotros “de la mano” de los japoneses, como si necesitáramos de Internet para redescubrir la historia de muchos productos.
Y tú, ¿qué bizcochos te han sorprendido?
· KASUTERA CAKE ·
Ingredientes {para un molde de 20 cm.}
1.- Precalienta el horno a 180 °C. Engrasa el molde con mantequilla y fórralo con papel de hornear, dejando que sobresalga por los bordes (este bizcocho es muy alto y sube bastante). Unta también mantequilla sobre el papel y espolvorea ligeramente con azúcar glas.
2.- Prepara la mezcla de miel y leche. En un cazo, calienta a fuego suave la leche junto con la miel, removiendo hasta que se integren por completo. Retira del fuego y reserva.
3.- Bate los huevos. En una batidora, bate los huevos durante 1 minuto. Añade el azúcar glas y sigue batiendo hasta que la mezcla triplique su volumen (debe quedar muy espumosa y aireada).
4.- Incorpora poco a poco la mezcla de miel y leche, batiendo durante 3 minutos más. Luego, a velocidad media, añade la harina tamizada, poco a poco, hasta obtener una masa densa y uniforme.
5.- Vierte la masa en el molde preparado y alisa la superficie. Hornea durante 10 minutos a 180 °C. Pasado ese tiempo, baja la temperatura a 160 °C y continúa horneando durante aproximadamente 1 hora, o hasta que al insertar un palillo en el centro, salga limpio.
6.- Reposo. Apaga el horno y deja el bizcocho reposar dentro, con la puerta entreabierta, durante 10 minutos. Después, retíralo, desmóldalo con cuidado y quítale el papel.
7.- Presentación. Recorta los bordes del bizcocho para dejar visible su miga suave y brillante. Sírvelo templado o a temperatura ambiente.
- 2 tazas de azúcar glas
- 3 cucharadas de leche entera
- 1/4 taza de miel
- 8 huevos
- 2 tazas de harina con levadura para repostería, tamizada
1.- Precalienta el horno a 180 °C. Engrasa el molde con mantequilla y fórralo con papel de hornear, dejando que sobresalga por los bordes (este bizcocho es muy alto y sube bastante). Unta también mantequilla sobre el papel y espolvorea ligeramente con azúcar glas.
2.- Prepara la mezcla de miel y leche. En un cazo, calienta a fuego suave la leche junto con la miel, removiendo hasta que se integren por completo. Retira del fuego y reserva.
3.- Bate los huevos. En una batidora, bate los huevos durante 1 minuto. Añade el azúcar glas y sigue batiendo hasta que la mezcla triplique su volumen (debe quedar muy espumosa y aireada).
4.- Incorpora poco a poco la mezcla de miel y leche, batiendo durante 3 minutos más. Luego, a velocidad media, añade la harina tamizada, poco a poco, hasta obtener una masa densa y uniforme.
5.- Vierte la masa en el molde preparado y alisa la superficie. Hornea durante 10 minutos a 180 °C. Pasado ese tiempo, baja la temperatura a 160 °C y continúa horneando durante aproximadamente 1 hora, o hasta que al insertar un palillo en el centro, salga limpio.
6.- Reposo. Apaga el horno y deja el bizcocho reposar dentro, con la puerta entreabierta, durante 10 minutos. Después, retíralo, desmóldalo con cuidado y quítale el papel.
7.- Presentación. Recorta los bordes del bizcocho para dejar visible su miga suave y brillante. Sírvelo templado o a temperatura ambiente.
Si lo vas a conservar, envuélvelo en film transparente para mantener su humedad característica.

Relato y fotografías @catypol - Circus day.


